sábado, 30 de enero de 2010

Capitanes Intrépidos



La primera vez que volé con mis propias alas fuera de los estereotipados corsés del arte academicista fue a través de un artista americano llamado Wislow Homer. Estaba hasta el gorro de crucifijos, cristos y  martirios..., catedrales, venus y madonas... Llevaba unos cuantos cientos de diapositivas encima, gracias a mi estupenda profesora Paquita, allá en el Infante Don Juan Manuel y un par de miles después encima de aquellos cientos que me jalé como pan sin vino durante la carrera dejaron una indeleble huella en mi retina, una saturación de la que aún no estoy del todo libre... Así que comprenderán como disfruté como un enano, finalizada la carrera cuando pude por fín recreárme con Wislow Homer e en los encantos de temas nuevos y frescos, especialmente con sus acuarelas marinas. En inglés, acuarela es "watercolor"... Recuerdo especialmente una que lleva por título Red de arenques y fue pintada en 1885... En ella sale un minúsculo barquito... se trata de una "doris", y hubo una época, en la que se sembraba de ellas el mar, para pescar arenque, abadejo o bacalao... Wislow Homer nace en 1836 y esa misma mirada del trabajo de las gentes de mar del siglo XIX, será un tema al que recurrirá Rudyard Kipling, autor del famoso "El libro de la selva" quién 61 años después, en 1897 publicará Corageous Captains "Capitanes intrépidos" una  historia, un regalo que, en 1937,  es magníficamente llevada al cine... dirigida por Victor Fleming y con magistral interpretación de Spencer Tracy, Freddie Bartholomew, Lionel Barrymore, Mickey Rooney o John Carradine entre otros...

De niño siempre me quedaba pegado a las marinas que colgaban en las paredes de algunos chigres en Asturias. Estampas pesqueras, de hombres enjutos, enfundados en impermeables y liados en sus faenas; de mujeres de caderas anchas, vestido grueso y oscuro, pañuelo atado a la cabeza y sobre él, cajas de madera llenas de pescao... Aquellas estampas rezumaban un olor diferente al de mi colonia dominical. Recuerdo perfectamente mi ropa de Domingo: pantalones largos grises bien planchados, camisa blanca, jersey azul, calcetines de punto blancos y zapatos brillantes; sentía que aquella no era mi ropa, sino la ropa de un yo abstracto e irreal que desaparecería en unas horas; mi madre me miraba y en sus ojos se veía la expresión de felicidad ante una obra inmaculada. Igual que ella me miraba a mí, yo miraba a aquellos hombres del impermeable, sorbiendo mi trina de manzana, absolutamente magnetizado.

Un día mi padre me llevó a Cabo Peñas, al extremo más septentrional de mi tierra, Asturias. Aquél Domingo había acabado pronto, tras la misa de diez, misa de niños, todos nos marchamos para casa, no había quién estuviese por ahí... el día era fresco y lluvioso, los arboles se agitaban nerviosos hacia todos lados, volaban bolsas de plástico por los aires, los paraguas se daban la vuelta y la gente luchaba por retenerlos. Al llegar a casa mi padre me dijo —Vamos !, corre !, cámbiate, ponte el abrigo y las botas. —Pegué un salto, había emoción en sus palabras, emoción que de niño se detecta y se asume de forma instantánea, clic, antes de que nadie pudiese pestañear ya estaba listo. —Vamos !

Recuerdo que mi padre conducía echado hacia delante, fijándose en la carretera. El limpia-parabrisas iba a todo lo que daba, fshs-shhiu, fshs-shhiu, fshs-shhiu, fshs-shhiu... caía agua a manta, el parabrisas era un catarata y por los lados de las ventanillas no se veía nada, solo la cortina de agua, de vez en cuando, con la mano, mi padre se hacía un hueco en el cristal empañado y dejaba una parte visible, un hueco pequeñito pero suficiente. Yo no decía nada, viajaba en una especie de cámara estanca, sin posibilidad de ver nada a mi alrededor y sumergido en aquel ritmo hipnótico e irreal del limpiaparabrisas, fshs-shhiu, fshs-shhiu...

No tengo idea del tiempo que estuvimos en el coche, solo un vago recuerdo. Al llegar frente al faro, paró el coche, me miró y me dijo con voz fuerte, clavándome la mirada —Quédate junto a mí, no te separes... — luego arqueo un poco las cejas, esbozó una ligera sonrisa, casi imperceptible... —¿Vamos?

Empujé la puerta con fuerza, pesaba mucho por la fuerza del viento; al salir del coche el ruido hizo que tuviéramos que hablarnos a gritos; poco a poco avanzamos hacia el faro, cada vez con más dificultad, cada vez contra un viento más fuerte. Al llegar cerca de los acantilados, la pendiente cambia y se inclina un poco hacia el mar, cayendo ligeramente a la derecha, el viento era fortísimo, nos sentamos para evitar que nos zarandeara. Delante de mí vi el Cantábrico como nunca antes, un horizonte infinito de mar bravo y gris, espumoso y rugiente. Jamás he vuelto a verlo así, ni con aquella edad, ni junto a mi padre.


La figura de un padre es vital para un niño. Ahora me toca ser padre. No sé muy bien qué es ser padre.

Pero tengo un gran consuelo cando veo la película de Capitanes intrépidos. En mi particular fantasía, esta cinta da cita y reúne elementos mágicos, que hacen de ella algo muy muy especial; el mar y el viento y los barcos..., el trabajo duro y responsable..., la sencillez, la honradez, la amistad, el cariño... y... por supuesto Manuel, el padre que todos soñamos tener.


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El libro de Kipling por la patilla en Proyecto Gutenberg, en inglés aquí. En cristiano, lo tienes disponible en la Biblioteca Regional, en diferentes ediciones; 1940, 1958, 1988 y 1998... Hay dos películas disponibles, también en la Biblioteca Regional; una para consulta en sala y otra para préstamo. No la he encontrado por la red...