miércoles, 9 de agosto de 2017

Alejandro

La playa y el verano están en Murcia íntimamente unidas. El impuesto en forma de calor que se paga por vivir en una latitud tan meridional nos hace pasar un año increíblemente bonancible pero tiene por contra el castigo del astro rey en la estación estival, el cual, en su cenit diario no tiene rival alguno, fundiendo irremisiblemente a todo aquel que quiera retarle en su principado.

Tan solo la playa, en verano; esa estación en la que el peso del calor a todos nos abruma restándonos voluntad y fuerza, tiene a su favor por contra, las noches frescas y largas, noches en las que uno se reconcilia con el fin del bullicio humano, se serena con el silencio de los hombres y se regocija con la imagen sugerente de la luna y los astros.

Apagado el horno de la tierra, la brisa marina refresca el aire, se permite al hombre serenarse y si ese hombre ha tenido a bien tomarse un café a las siete de la tarde, pueda convertir ese momento en un momento en el que la imaginación vuele lejos, tan lejos como tan solo los buenos libros te hacen volar. En estos días estivales estoy disfrutando como un niño con su cubo de plástico en la orilla, solo que mi orilla son los silencios de las dos de la madrugada y mi alborozo no son los cangrejos con sus pinzas amenazantes en las rocas sino el negro sobre blanco de los buenos libros como el de arriba del que os recorto un pedacito tan solo...
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TIERRAS ALTAS DEL INDO
327 ANTES DE CRISTO


A solas en su tienda, Alejandro se agita yendo de un lado a otro con pasos impetuosos, se detiene bruscamente y jadea, se hunde en sus pensamientos con los ojos helados y ausentes. Afuera, la noche inmensa ha borrado el llano, el bosque, las montañas del Himalaya, y ha dejado sólo el estruendo del río en el vacío.
     Primero fue Filotas, luego Permenión, después Clito y ahora Calístenes. Lo que no debía  repetirse ha vuelto a pasar. Quizás sea el desgaste de todos en esta campaña que no parece que vaya a terminar jamás; el espíritu de Persia que se apodera de sus conquistadores; la locura sembrada por Dionisio. Pero ¿qué está pasando? ¿Acaso acabarán muriendo así también Leonato, Ptolomeo, el propio Hefesión?
     La muerte de Calístenes pesa ahora sobre el rey macedonio del mismo modo que la muerte de Clito hace dos años, en aquella disputa acalorada en Marakanda, cuando una lanza salió de la mano de Alejandro y fue a parar al pecho de su fiel amigo. Clito murió por decir la verdad, por recordarle a Alejandro que debía sus triunfos al sacrificio  y a la fidelidad de los macedonios y no a los aduladores persas a los que ahora debían dirigirse sus amigos de siempre para pedir audiencia con él. Murió por recordarle a su amigo de la infancia que, en su vanidad, había renegado de la paternidad de Filipo para hacerse llamar hijo de Amón-Zeus. Alejandro quiso entonces quitarse la vida con la misma lanza, pero se lo impidieron, y pasó tres días y tres noches encerrado en su tienda sin probar alimento y llamando a la muerte. Fue Calístenes quien lo sacó de allí ,consolándolo con delicadeza y desvaneciendo con razones la pesadumbre que lo abatía. 
     Alejandro sabe que no hubo razones más allá de su cólera y su debilidad. Tal vez, en la ejecución de Filotas o en el asesinato de Parmenión hubo alguna razón de Estado que pudiera librarle de los remordimientos, alguna esperanza para el perdón. Pero no en el caso de Clito. Y ahora, Calístenes ha muerto en la prisión a la que fue arrojado en primavera, cuando Alejandro dio crédito a quienes le acusaban de instigar a los jóvenes al regicidio.
     La muerte de Calístenes ha despertado de nuevo a las Erinias. En los oídos de Alejandro resuenan las palabras con las que su amigo le increpaba aquella noche en Bactria, cuando él aceptaba complacido que sus aduladores se postraran a sus pies como ante un dios: «No te olvides de Grecia, Alejandro. Fue por ella por lo que te lanzaste a esta expedición. Por llevar a Asia lo valioso de Grecia, y no por convertir a Grecia en Asia». Como látigos retallan ahora aquellas frases proferidas mirándole a los ojos: «¿Acaso a tu regreso vas a pedir a los griegos, a los más libres de los hombres, que te rindan pleistesía como a un dios? ¿Es que piensas hacer una excepción con ellos, ofendiendo así a los macedonios? ¿O es que sólo a los bárbaros vas a exigir la adoración?». Alejandro se recuerda en aquella velada sacado bruscamente del sopor de la música y el vino: «Ciro y Cambises recibieron honores divinos, y no olvides que fueron humillados y vencidos. Ciro por los humildes escitas, Jerjes por los atenienses espartanos, Atajerjes por Jenofonte y los Diez Mil y Darío por ti, Alejandro, que todavía no has sido adorado como dios. No es a los reyes persas a quienes seguimos, sino a ti, al hijo de Filipo, descendiente de Heracles y de Éaco, cuyos ancestros vinieron de Argos a Macedonia y gobernaron a los hombres por la ley y no por la fuerza». 
     El rencor de Alejandro ha dejado morir a Calístenes, al encargado de contar sus hazañas, a aquel muchacho que un día llegó a Mieza acompañando a su tío Aristóteles y que había heredado de él su sagacidad y su elocuencia, aunque no su cautela. Calístenes era el espíritu más libre de los que acompañaban a Alejandro. Calístenes era el más libre de los hombres.
     En esta noche sonora y húmeda, alejado de sus compañeros, doblado de dolor sobre un cojín de plumas, el joven rey comprende que ninguna virtud ni ninguna victoria en la guerra será más importante que su crimen. Cada vez que digan: «Alejandro acabó con Darío», responderán: «Y también con Calístenes y Clito». Cada vez que digan: «Él conquistó todo desde un rincón de Macedonia hasta las profundidades de Asia», responderán: «Sí, pero mató a Calístenes y a Clito».



ARRIANO, Anábasis, IV, 10-14
PLUTARCO, Alejandro.
SÉNECA, Cuestiones naturales, VI, 23.2-3.
QUINTO CURCIO, VIII, 5-8.
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PEDRO OLALLA, Historia menor de Grecia, 56-58