miércoles, 4 de marzo de 2015

Basta de sangre de migrantes

Recogido de Jot Down, a veces en revistas de tono insustancial te encuetras alguna perla, gracias a Esther Yáñez por editarlo, a Milton Castillo por la foto y a "Dracarys" que firma este estupenda colección de testimosnios con seudónimo...

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Una valla se cruza de muchas maneras. Y siempre (siempre) se cruza. A veces la valla existe físicamente. A veces la valla es una metáfora, como la que separa México de EE. UU. en algunos puntos de su frontera con el desierto de Arizona. En esa zona el paisaje es tan salvaje que no hace falta recuperar el metal gastado de la segunda guerra del Golfo contra Irak. En esos puntos la propia geografía se encarga de matar y desesperar a los miles de migrantes que llegan desde México o Centroamérica buscando el tópico, el «sueño americano». Odio escribir tópicos pero aquí es absoluto. Son dreamers. Luchadores incansables. Admirables. Vulnerables.

México es el mayor carril migratorio del mundo. Cada año cruzan este país norteamericano entre ciento cincuenta y cuatrocientas mil personas que tratan de llegar a EE. UU. «en busca de una vida mejor». Su periplo empieza en muchos casos en la frontera sur de México. El tridente Guatemala-El Salvador-Honduras vomita a sus ciudadanos hacia el mito de Beverly Hills. La violencia y la pobreza, las maras, las extorsiones, las llamadas de teléfono de la mafia pidiendo cuota semanal a gremios como los taxistas o los conductores de autobús. «Imposible vivir así», me cuenta Mary Elisabeth, una madre hondureña de cuarenta y siete años que hace dos que perdió la pista a su hijo («chofer» de autobús, precisamente) mientras cruzaba México rumbo a EE. UU. «La última vez que me llamó fue un 6 de marzo. Mi hijo acababa de cumplir veintidós años. Él siempre me decía que pasaba para ayudarme. Me decía: “Mami, cuando yo esté allí le voy a comprar una casita para que usted se venga a vivir conmigo y con mi hija”. Pero no se ha hecho realidad». Y calla porque llora y es hora de dejar de hablar.

El hijo de Mary Elisabeth le dejó a su madre una niña de cinco años que ya no sabe si su abuela es su abuela o es su madre y que piensa que su papá vive en EE. UU. «Trabajando». «Haciendo plata». La plata justifica, quizá, las no visitas. Las promesas, las no llamadas de teléfono. La plata lo justifica todo en el mundo al revés. O quién sabe lo que pasa por la mente de una niña de cinco años. Mary Elisabeth lleva diez días viajando por México junto a otras veinticinco madres de migrantes desaparecidos. Todas ellas llegan del «triunvirato» maldito. Nacidas en el infierno político, resignadas a los tratados de libre comercio entre sus países de origen y EE. UU., al empobrecimiento de sus tierras, a la violencia que nace de esa pobreza y a la invasión de sus recursos naturales. No queda nada para Centroamérica y no es azar. Es historia pura construida por los hombres salvajes; salvajes más allá del Muro, salvajes como el desierto que en unos meses, o años, cruzarán sus hijos para llegar a Los Ángeles. O a Nueva York. Mary Elisabeth y sus compañeras recorren México desde hace diez días y diez años pidiendo justicia para sus hijos perdidos, pero casi nadie lo sabe. No les alumbran las cámaras de televisión ni les piden entrevistas en la radio. No salen sus fotografías ni las de sus hijos colgando de sus cuellos en los periódicos nacionales, ni locales ni extranjeros. Lo que no se ve no existe y la agenda setting de los mass media está ocupada mirando al norte.

Es imposible calcular el número exacto de migrantes que cruzan cada año la frontera entre México y EE. UU. De eso se trata. De pasar sin ser vistos. Sí se puede saber el número de detenciones que hace la patrulla fronteriza estadounidense. En el año 2014 detuvieron a 486.651 personas provenientes de El Salvador, Honduras, Guatemala y México. En el año 2013 la cifra fue de 420.789. En el 2012, de 364.768. Los menores que viajan solos también se han incrementado de manera considerable. Según datos oficiales del propio Gobierno estadounidense, desde octubre del 2013 hasta julio del 2014, más de 56.000 menores no acompañados habían cruzado la frontera americana. Datos como este asustan a las autoridades y a la opinión pública. El pasado verano el Gobierno de México implantó lo que se conoce hoy como el Plan Frontera Sur. Se trata de un plan financiado en su mayor parte por el Gobierno de los EE. UU. para contener la migración en el sur de México. En la práctica, este plan ha supuesto la militarización de los estados de Chiapas, Oaxaca, Tabasco, Campeche y Quintana Roo. Los efectivos policiales y los retenes de migración en carretera han aumentado en un 200%, lo mismo que el número de detenciones y el control sobre el famoso tren de mercancías conocido como La Bestia. Un tren que atraviesa México de Sur a Norte y que ha sido el medio de transporte habitual de los migrantes para llegar hasta EE. UU. durante la última década. Un claro ejemplo de ese cambio de usos y rutas lo vemos en Arriaga, un pueblo en el estado de Chiapas, a unos 300 km de la frontera con Guatemala. Durante los últimos diez años ha sido un punto clave de acceso de migrantes al tren. Junto a sus vías, en la vieja estación situada en el centro del pueblo, podían esperar diariamente a La Bestia entre trescientos y cuatrocientos migrantes provenientes de los puntos más inhóspitos de Centroamérica. Hoy, apenas vemos a una docena de pacientes viajeros. Se les reconoce rápido. Todos cargan mochila y jersey anudado a la cintura. Indispensable para el frío del viaje. Los vecinos y el clima de Chiapas no necesitan jerseys. Dos chicos salvadoreños esperan a La Bestia sentados en un vagón. Dicen que tienen dieciocho años. Pero por supuesto que no: «Esto ya no es lo que era. Esto ha cambiado mucho» —dice uno de ojos negros profundos y bigote incipiente. «Antes había aquí decenas de personas. Hoy no hay nadie. No sé qué vamos a hacer. Si esperamos a La Bestia seguro nos agarra “la migra” y nos devuelve; y si no, si subimos casi solos al tren, tenemos más probabilidades de que vengan las maras y nos asalten. A La Bestia hay que tenerle mucho respeto».



A 23 km de Arriaga se encuentra Chauites. Un pueblo (muy) pequeño reconvertido en punto clave de concentración de migrantes que huyen de la policía y de «la migra» que vigila las estaciones clásicas. Chauites ha aparecido en el mapa del migrante de imprevisto y un grupo de activistas ha levantado un albergue en un terreno abandonado. La comida está por el suelo, las paredes a medio construir, hay un ordenador donde ven películas y las mujeres violadas nos enseñan el hueco junto a las vías donde los grupos de pandilleros las asaltan en su camino desde Arriaga. Debajo de un matorral hay una toalla sucia dispuesta para el coito y a su alrededor un montón de bragas, camisetas interiores y sujetadores flúor. Nadie los recoge. Siete de cada diez mujeres que emprenden el viaje hacia EE. UU. a través de México son violadas en el camino. Y como las estadísticas son públicas e internet también, muchas comienzan a tomar anticonceptivos antes de partir hacia su periplo. No es conformismo. Ni resignación. Es un coraje inexplicable. Y necesario. Es supervivencia.

Irineo Menéndez es el activista que suda la camiseta poniendo ladrillos a las paredes del albergue con estos migrantes. Sus uñas lucen el mismo color que las de los viajeros. No hay distinción ni clases en la lucha por la dignidad de los dreamers invisibles. Irineo lo tiene claro cuando habla del Plan Frontera Sur: «Lo que ha hecho este plan no es acabar con la migración. Lo que han hecho es desaparecerla. Invisibilizarla. Convertir en un infierno a pueblos como este. Antes de que construyésemos este albergue a marchas forzadas, los migrantes que llegaban cada día por decenas dormían tirados en la plaza pública. Pero no se equivoquen. La migración no ha parado, ni va a parar. Simplemente está siendo atacada de una manera brutal».

El desconcierto reina en las rutas tradicionales de los migrantes en México. Están perdidos y la red de albergues repartidos por todo el territorio mexicano y gestionada por curas incansables, católicos en el sentido más filosófico y puro del término, se encuentra a rebosar. Ya no quedan colchones en el suelo para tantas almas que ante la imposibilidad de subirse a La Bestia deciden caminar. Explorar nuevas rutas, tomar «combis» (pequeños autobuses) de un retén migratorio a otro, bajarse, rodear ese retén de carretera caminando a través de los cerros. Las bandas criminales, «los malos», los pandilleros, sacan partido. Los asaltan en mitad de esos montes, los amenazan, llaman a sus familias en EE. UU. para pedir rescate («Queremos cinco mil dólares antes de mañana a las 7 de la mañana o si no mataremos a tu hermano. ¿Quieres hablar con él? ¿Te quieres despedir?». Y se despiden). Les roban, los matan. La paradoja de la (in)justicia universal. Le pasó a Gonzalo, un guatemalteco de veintiséis años que nos encontramos en el albergue de Ixtepec, Oaxaca. Acababa de volver a caminar después de cinco meses postrado en una silla de ruedas y tras pasar por tres operaciones de tobillo. A él y a su amigo de la infancia, Wilson Morales, les «machetearon» hasta la muerte. Resucitaron porque se hicieron los muertos dormidos y porque Wilson Morales sacó fuerzas para ir a buscar ayuda. Dejó una zapatilla en un desvío del camino para saber dónde había dejado desangrándose a Gonzalo. Para no perderse cuando tuviese que volver. Ocho horas después, volvió, y lo encontraron, vacío de sangre caliente. «La injusticia es lo que más duele», explica Gonzalo mientras enseña, casi orgulloso, sus cicatrices. «Cuando mi amigo llegó a La Ventosa y explicó lo que nos había pasado, los de migración querían apresarlo a él por no llevar papeles».

En Nogales, Sonora, en la frontera con EE. UU., suenan rancheras y corridos de Gerardo Ortiz cantando al narco, y se comen tacos al pastor o de cochinita pibil en la calle. Nada que ver con Nogales, Arizona, al otro lado de la valla. El asfalto es distinto. No huele a carne de cerdo adobada con achiote. En Arizona huele a carne que no es carne para alimentar el consumo genético. En las calles de Nogales, Sonora, comen los migrantes, los vecinos y los polleros (o coyotes), los encargados de cruzar a los viajeros al otro lado. Es fácil. Les esperan en las esquinas, se ofrecen, les cobran tres mil dólares por el pack completo: habitación de espera en hotel, comida, «brinco» con escalera durante la noche y travesía por el desierto hasta Phoenix. Morir en el intento no va incluido en el precio. Sí la cuota que los polleros pagan al narco. Entre mil y mil quinientos pesos mexicanos (entre sesenta y ocho y cien dólares aproximadamente) por cada migrante que cruzan a través de su territorio. Los que no tienen la plata deciden «ponerse la mochila». Esto consiste en colgarse una mochila con veinte kilos de marihuana y veinte de cocaína a la espalda y cruzar. La mochila la deben dejar en el punto indicado por los narcotraficantes. La pérdida o arrepentimiento significa «cuello». Muerte. Muchos de los polleros aseguran que hacen esto porque con trabajar en una fábrica «no les da». «No tengo estudios y con el tipo de trabajo que podría conseguir en Nogales no me da para llegar a fin de mes, para mantener a mis dos hijos en la universidad. La vida está muy cara», nos cuenta Raúl en una habitación de hotel como las que ofrecen a sus migrantes. Es simpático. Con ética particular. El mundo al revés. Ser pollero no es exótico en Nogales.

3En Altar, a una hora de Nogales, el narco controla todo. Mucho más al forastero. Es un pueblo controlado por la mafia y la ruta del migrante es la ruta de la droga en este punto de la geografía mexicana. La plaza de Altar está rodeada de tiendas con ropa y objetos de camuflaje: mochilas, camisetas, sudaderas, cantimploras. Es el kit indispensable del migrante para ocultarse mejor en el desierto. Para no ser descubiertos por la Border Patrol estadounidense. Para evitar la deportación y el miedo. De Altar salen diariamente entre dos y tres furgonetas hacia el Sásabe, situado a 98 km de este punto, en la línea de la frontera estadounidense, cargadas de migrantes. Las vans están tuneadas para que quepan más personas. A un monovolumen de siete plazas lo transforman en uno de once. Y a uno de once en uno de dieciséis. Es cuestión de quitar y poner asientos. De hacer Tetris. La carretera que une estos dos pueblos se llama La Brecha y es intransitable. Tierra y agujeros en el camino, casetas de control, pickups con cristales polarizados y matrícula ininteligible. En el Sásabe los migrantes esperan su turno para «pegar el brinco» metidos en casas abandonadas, custodiados por la mafia, vestidos con traje militar de tienda de pueblo y con el miedo imperturbable en el rostro.

Enfrentar una frontera de 3185 km es quijotesco. Es ser un caballero errante en su lucha de molinos-gigantes para encontrar fortuna. Es blandir una espada en el siglo XXI donde no siempre gana el honor. Existen los juicios por combate y entonces la victoria llega con el más fuerte y el asesino puede quedar libre. Pasa lo mismo con las tierras salvajes del desierto de Arizona. Que no hay reglas. Que no importan los vivos más que los muertos. Que nunca se sabe qué dragón va a devorar la mochila de camuflaje cargada de tortillas de maíz y promesas de futuro.

Escrito por Dracarys (seudónimo) y publicado en Jot Down