martes, 9 de noviembre de 2010

Jiigee

Martín Caparros pasará a partir de la lectura de su último libro Contra  el cambio, Anagrama, 2010, a la lista de autores preferidos que me explican cosas de este mundo, con los que puedo viajar sin viajar, oler sin oler y vivir sin vivir... Ha sido todo un descubrimiento gracias a la diosa Fortuna, esa que tanto se empeñan en criticar su existencia...
Estaba en la biblioteca y mi hijo aún no puede incendiar estanterías por lo que se resigna a coger los libros de entre ellas y redistribuirlos de forma mucho mas correcta: por el suelo, por las mesas, por otras estanterías... o simplemente comprueba el poder de su bracito; ahora transformado en grúa... que llega, agarra, tira y vuelca, impasible un gran concentrado de cultura que ahora está espatarrado por el suelo. A veces de entre las contraportadas espatarradas una cara de autor, serio, me recrimina —!Vaya padre!, —y yo pienso... —!pues anda que tú, menuda cara la tuya de capuyo intelectual ! —debe ser ese instinto natural de proteger y justificar a los hijos que ya aflora...

El caso es que estando en la cola para pasar mis libros, sus libros y mis pelis y sus pelis por la máquina esa que hace biip! uno sabe que le toca pasar por el rato de estrés del día.

Bien es sabido por todos, que un niño y una cola de espera es un imposible salir bien...Uno está atado invisiblemente a esa cola, esa  norma de orden y de personas ordenadas en orden, en cola y por otro lado tu hijo, un completo ser a-norma, aún sin reglar, sin convencionalismos ni inducciones sociales de comportamiento, una expresión libre que te mira y piensa:—Mi padre es un gilipollas, que hace ahí tieso, cuanto tiempo tengo que estar aquí tieso, ¿han pasado ya cinco segundos?, ¿seguimos aquí?, YO ME VOY... me voy por ahí a comprar atún, a ver que pillo... fush!. —Y se va...

Desde la cola, susurrando bajito ordenes tipo
—!Ven aquí!,  !deja eso!, !no toques eso!, !!! lo vas a tirar !!!!. —Mientras sientes como crece la fuerza calorífica en tu cogote, esa llama provocada por  el resto de la gente de la cola que lanza rayos de indignación contra ti... Tu hijo te mira y sabe que no vas a hacer nada, que hablas bajito y que estas quieto y atado a la cola loca, la cosa cola, la loca cosa y que él tiene tiempo suficiente para dos o tres pifias más... Y tu sabes que la cola puede aguantar dos pifias mas y el de la pistola biip puede aguantar dos pifias mas y que tú puedes aguantar dos pifias mas. Pero solo dos pifias más, así que tras tirar otro libro y agarrar uno muy alto que casi hace que se caiga para atrás tirando la propia estantería encima de si mismo a punto de enterrarlo... actúas.

Y esa acción equilibrará el orden cósmico de las cosas de nuevo... trae para ti paz en lugar de tensión, el sosiego regresa a la cola, la irritabilidad creciente del dueño de la pistola biiip amaina, la anarquía destructora que crecía dentro de tu hijo, apoderándose de él... desaparece y no le queda otro remedio al pobre chaval de aceptar, a su pesar, que su sino es, por ahora, permanecer atrapado por la mano prieta de su padre, sin mas opciones...en la cola. Quieto, agarrado y en la cola.

Ya padre serio, con hijo controlado, en orden. Guardo mi turno mientras voy acumulando paz, mi cerebro se relaja brevemente... -esos instantes hay que elevarlos a categoría de totems pues se evaporan con la misma velocidad con la que una libélula cambia de dirección.-

Cuando llego a la caja y veo al señor de la pistola biip que me mira... cumplo el rito. Entrego todo y espero que el  operario haga sus biiiiips de rigor. Hecho esto, la cara del operario sigue mirándome ¿!!???. Algo pasa, no se que pasa pero pasa, la cara del hombre que hace biiip es impasible, sigue mirándome.

—Toma papa... —me dice mi hijo. Veo su carita inocente y como me alarga el bracito, sabe lo que ocurre mejor que yo, en su mano un libro... Lo cojo, lo entrego, suena un biip y me dan el lote... en el lote; mis libros, sus libros, mis pelis, sus pelis y un libro no identificado... Lo giro y en la contraportada un retrato de un tipo inclasificable, una calva y un mostachón me dejan Knock- out !.

Tan solo el gris y el negro y el ligero toque de las barras azules de la editorial Anagrama, en su serie de crónicas, inexorablemente vinculado en lo mas hondo de mi subconsciente al bueno de Kapuscinsky me ablandan el corazón y miro la foto de ese otro...

Ese otro es un desconocido, viajero, poeta, agudo y sensible, escéptico e inclasificable viajero...


Un retazo bonito de su libro ...



[...]
Mongolia es uno de esos viajes que fui valorando con el tiempo. Mientras estaba allí fue la extrañeza, los asombros, la dificultad, el entusiasmo. Después, cuando lo repensaba, me fui dando cuenta de que había estado en un lugar único, un resto semifósil de una época distante.

Mongolia es un país del tamaño de México con tres millones de habitantes: enormes estepas vacías donde no hay ciudades ni carreteras, donde los ríos van y vienen sin puentes que los crucen, donde la tierra no tiene dueño y los pastores nómadas siguen llevando sus rebaños de un lugar a otro. Un país sin carreteras: hay pocos signos más claros, más antiguos de civilización que un camino, la repetición de un gesto –un recorrido- que va dejando huella en el espacio. Y en cambio allí no había: viajamos por la llanura toda igual, sus ríos, sus colinas, y el chofer iba buscando la dirección del viaje. Hasta que al fin, después de muchas horas, llegamos a la carpa de Jiigee y su familia.

Jiigee, aquella vez, me contó que al principio le costó aprender a cabalgar. Que lo intentaba, pero que los caballos le parecían animales caprichosos y temibles: Jiigee ya tenía siete años cuando se dio cuenta de que aquel potrillo tenía más miedo que él, y aprendió a mostrarle quién mandaba, porque un niño mongol tiene que ser, antes que nada, un buen jinete.

Sus padres eran pastores nómadas, así que el lugar exacto de su nacimiento no está del todo claro, pero no fue muy lejos de donde vive ahora: el nomadismo de los pastores mongoles ya no consiste en grandes migraciones sino en desplazamientos de unos pocos kilómetros, según el ritmo de los pasos y de las estaciones. Y Jiigee siempre había vivido  allí, en esos valles bellísimos enmarcados por colinas suaves, verdes en primavera, blancos en invierno, donde las temperaturas pueden ir desde los 35 grados de esos  días hasta los 40 bajo cero de diciembre, y dónde el vecino más próximo vive a dos o tres kilómetros: donde es fácil pasarse mucho tiempo sin cruzarse con ningún desconocido. Donde muy pocos momentos de la vida son diferentes a lo que fueron hace tres siglos, ocho siglos.

—No, yo no fui a la escuela. Mi padre me necesitaba aquí, trabajando.

Así que Jiigee tuvo, en lugar de pizarras, una larga instrucción en los saberes pastorales: cómo encontrar los mejores pastos para que engorden las ovejas, las vacas, los caballos, las cabras y  los yaks, cómo cuidarlos del frío, los lobos, las hierbas malas, los cuatreros. Su padre también le enseñó que usar un perro no siempre es bueno porque los animales le temen demasiado: que los animales no deben temer a su pastor sino quererlo, respetarlo.

—¿Y qué animales preferís?
—Las cabras y las ovejas. Son las que más me necesitan. Tengo que salvar a los chiquitos, tengo que cuidar lo que comen, tengo que estar atento cuando vienen los lobos. Son animales que esperan mucho de vos, te piden mucho...

Cuando Jiigee tenía diez años su padre murió, y su hermano mayor y su madre quedaron a cargo del rebaño y la familia. Su hermano se casó, tuvo dos hijas. Jiigee, mientras tanto, seguía con su vida de siempre: cuidaba los animales, se veía con sus  amigos, los hijos de los pastores “vecinos”, se divertía muy de tanto en tanto en alguna fiesta, una boda o algún viaje al pueblo, veinte kilómetros más abajo.

Pero, a sus dieciocho, diecinueve años, su madre y su hermano empezaron a insistir para que se casar: así podría tener su propia familia, sus propios animales, su propio ger. El ger es el centro de la cultura pastoril mongola: una carpa redonda, de unos seis metros de diámetro, armada sobre una estructura de madera pintada de colores, con un techo cónico y una puerta decorada. El ger se monta o se desmonta en un día y contiene todos los objetos de la familia: en el medio; la estufa de hierro que calienta y cocina:  a los costados, contra la pared de tela, un par de camas – que de día son asientos-, los armarios, el espejo, un reloj despertador, las fotos de familiar el altarcito. A Jiigee le gustaba la idea de volverse independiente, pero era tímido y en la estepa no es fácil conocer chicas. Algún amigo le habló de alguna, su madre trató de informarse, pero no resultaba. Hasta ese día de primavera, hace más de tres años.

Se le habían escapado unos caballos, y Jiigee los tuvo que perseguir treinta o cuarenta kilómetros: en un momento se paró en el ger de unos pastores y les preguntó si los habían visto. Le dijeron que no, pero Jiigee, en cambio, vio a una chica que le llamó la atención. Y ella le devolvió las miradas, las sonrisas.

Marta tenía diecinueve: unos días después, Jiigee volvió a verla, y después otra vez, y otra. Cuando empezaba el verano, Jiigee invitó a todos sus amigos y parientes a que lo acompañaran, para que los padres de ella vieran que era una persona con poder y respeto suficientes para ser su yerno, y les pidió la mano de su hija. Jiigee y Marta se casaron un mes más tarde, y ella tardó dos más en quedar embarazada. Le pregunté si su vida había cambiado mucho.

—Si, muchísimo.
—¿Es mejor o peor ?.
—Mucho mejor, ahora tengo mis propias cosas, y la vida me parece más interesante, tengo más responsabilidades, me siento más hombre. Y después cuando nació mi hija me sentí tan feliz. Dos años atrás yo era sólo un tipo soltero, sin nada, y en cambio ahora tengo mi ger, mi familia, mis animales, mis descendientes que van a seguir mi camino... Ahora si que soy un hombre.

[...]
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Tenéis el libro en la Biblioteca Regional en las estanterías de novedades a la entrada.
Para leer algunas de sus crónicas podéis pinchar aquí, no todas son tan hermosas y bonitas como la de Jiigee, algunas son duras como la vida misma. Eso es lo que se supone que debe contar un contador de historias, historias que no son ficción sino retazos de este mundo...