Recogido de Jot Down, a veces en revistas de tono insustancial te encuetras alguna perla, gracias a Esther Yáñez por editarlo, a Milton Castillo por la foto y a "Dracarys" que firma este estupenda colección de testimosnios con seudónimo...
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Una valla se cruza de muchas maneras. Y siempre (siempre) se cruza. A
veces la valla existe físicamente. A veces la valla es una metáfora,
como la que separa México de EE. UU. en algunos puntos de su frontera
con el desierto de Arizona. En esa zona el paisaje es tan salvaje que no
hace falta recuperar el metal gastado de la segunda guerra del Golfo
contra Irak. En esos puntos la propia geografía se encarga de matar y
desesperar a los miles de migrantes que llegan desde México o
Centroamérica buscando el tópico, el «sueño americano». Odio escribir
tópicos pero aquí es absoluto. Son dreamers. Luchadores incansables. Admirables. Vulnerables.
México
es el mayor carril migratorio del mundo. Cada año cruzan este país
norteamericano entre ciento cincuenta y cuatrocientas mil personas que
tratan de llegar a EE. UU. «en busca de una vida mejor». Su periplo
empieza en muchos casos en la frontera sur de México. El tridente
Guatemala-El Salvador-Honduras vomita a sus ciudadanos hacia el mito de
Beverly Hills. La violencia y la pobreza, las maras, las extorsiones,
las llamadas de teléfono de la mafia pidiendo cuota semanal a gremios
como los taxistas o los conductores de autobús. «Imposible vivir así»,
me cuenta Mary Elisabeth, una madre hondureña de cuarenta y siete años
que hace dos que perdió la pista a su hijo («chofer» de autobús,
precisamente) mientras cruzaba México rumbo a EE. UU. «La última vez que
me llamó fue un 6 de marzo. Mi hijo acababa de cumplir veintidós años.
Él siempre me decía que pasaba para ayudarme. Me decía: “Mami, cuando yo
esté allí le voy a comprar una casita para que usted se venga a vivir
conmigo y con mi hija”. Pero no se ha hecho realidad». Y calla porque
llora y es hora de dejar de hablar.
El hijo de Mary Elisabeth le
dejó a su madre una niña de cinco años que ya no sabe si su abuela es su
abuela o es su madre y que piensa que su papá vive en EE. UU.
«Trabajando». «Haciendo plata». La plata justifica, quizá, las no
visitas. Las promesas, las no llamadas de teléfono. La plata lo
justifica todo en el mundo al revés. O quién sabe lo que pasa por la
mente de una niña de cinco años. Mary Elisabeth lleva diez días viajando
por México junto a otras veinticinco madres de migrantes desaparecidos.
Todas ellas llegan del «triunvirato» maldito. Nacidas en el infierno
político, resignadas a los tratados de libre comercio entre sus países
de origen y EE. UU., al empobrecimiento de sus tierras, a la violencia
que nace de esa pobreza y a la invasión de sus recursos naturales. No
queda nada para Centroamérica y no es azar. Es historia pura construida
por los hombres salvajes; salvajes más allá del Muro, salvajes como el
desierto que en unos meses, o años, cruzarán sus hijos para llegar a Los
Ángeles. O a Nueva York. Mary Elisabeth y sus compañeras recorren
México desde hace diez días y diez años pidiendo justicia para sus hijos
perdidos, pero casi nadie lo sabe. No les alumbran las cámaras de
televisión ni les piden entrevistas en la radio. No salen sus
fotografías ni las de sus hijos colgando de sus cuellos en los
periódicos nacionales, ni locales ni extranjeros. Lo que no se ve no
existe y la agenda setting de los mass media está ocupada mirando al
norte.
Es imposible calcular el número exacto de migrantes que
cruzan cada año la frontera entre México y EE. UU. De eso se trata. De
pasar sin ser vistos. Sí se puede saber el número de detenciones que
hace la patrulla fronteriza estadounidense. En el año 2014 detuvieron a
486.651 personas provenientes de El Salvador, Honduras, Guatemala y
México. En el año 2013 la cifra fue de 420.789. En el 2012, de 364.768.
Los menores que viajan solos también se han incrementado de manera
considerable. Según datos oficiales del propio Gobierno estadounidense,
desde octubre del 2013 hasta julio del 2014, más de 56.000 menores no
acompañados habían cruzado la frontera americana. Datos como este
asustan a las autoridades y a la opinión pública. El pasado verano el
Gobierno de México implantó lo que se conoce hoy como el Plan Frontera
Sur. Se trata de un plan financiado en su mayor parte por el Gobierno de
los EE. UU. para contener la migración en el sur de México. En la
práctica, este plan ha supuesto la militarización de los estados de
Chiapas, Oaxaca, Tabasco, Campeche y Quintana Roo. Los efectivos
policiales y los retenes de migración en carretera han aumentado en un
200%, lo mismo que el número de detenciones y el control sobre el famoso
tren de mercancías conocido como La Bestia. Un tren que atraviesa
México de Sur a Norte y que ha sido el medio de transporte habitual de
los migrantes para llegar hasta EE. UU. durante la última década. Un
claro ejemplo de ese cambio de usos y rutas lo vemos en Arriaga, un
pueblo en el estado de Chiapas, a unos 300 km de la frontera con
Guatemala. Durante los últimos diez años ha sido un punto clave de
acceso de migrantes al tren. Junto a sus vías, en la vieja estación
situada en el centro del pueblo, podían esperar diariamente a La Bestia
entre trescientos y cuatrocientos migrantes provenientes de los puntos
más inhóspitos de Centroamérica. Hoy, apenas vemos a una docena de
pacientes viajeros. Se les reconoce rápido. Todos cargan mochila y
jersey anudado a la cintura. Indispensable para el frío del viaje. Los
vecinos y el clima de Chiapas no necesitan jerseys. Dos chicos
salvadoreños esperan a La Bestia sentados en un vagón. Dicen que tienen
dieciocho años. Pero por supuesto que no: «Esto ya no es lo que era.
Esto ha cambiado mucho» —dice uno de ojos negros profundos y bigote
incipiente. «Antes había aquí decenas de personas. Hoy no hay nadie. No
sé qué vamos a hacer. Si esperamos a La Bestia seguro nos agarra “la
migra” y nos devuelve; y si no, si subimos casi solos al tren, tenemos
más probabilidades de que vengan las maras y nos asalten. A La Bestia
hay que tenerle mucho respeto».
A 23 km de Arriaga se encuentra
Chauites. Un pueblo (muy) pequeño reconvertido en punto clave de
concentración de migrantes que huyen de la policía y de «la migra» que
vigila las estaciones clásicas. Chauites ha aparecido en el mapa del
migrante de imprevisto y un grupo de activistas ha levantado un albergue
en un terreno abandonado. La comida está por el suelo, las paredes a
medio construir, hay un ordenador donde ven películas y las mujeres
violadas nos enseñan el hueco junto a las vías donde los grupos de
pandilleros las asaltan en su camino desde Arriaga. Debajo de un
matorral hay una toalla sucia dispuesta para el coito y a su alrededor
un montón de bragas, camisetas interiores y sujetadores flúor. Nadie los
recoge. Siete de cada diez mujeres que emprenden el viaje hacia EE. UU.
a través de México son violadas en el camino. Y como las estadísticas
son públicas e internet también, muchas comienzan a tomar
anticonceptivos antes de partir hacia su periplo. No es conformismo. Ni
resignación. Es un coraje inexplicable. Y necesario. Es supervivencia.
Irineo
Menéndez es el activista que suda la camiseta poniendo ladrillos a las
paredes del albergue con estos migrantes. Sus uñas lucen el mismo color
que las de los viajeros. No hay distinción ni clases en la lucha por la
dignidad de los dreamers invisibles. Irineo lo tiene claro cuando habla
del Plan Frontera Sur: «Lo que ha hecho este plan no es acabar con la
migración. Lo que han hecho es desaparecerla. Invisibilizarla. Convertir
en un infierno a pueblos como este. Antes de que construyésemos este
albergue a marchas forzadas, los migrantes que llegaban cada día por
decenas dormían tirados en la plaza pública. Pero no se equivoquen. La
migración no ha parado, ni va a parar. Simplemente está siendo atacada
de una manera brutal».
El desconcierto reina en las rutas
tradicionales de los migrantes en México. Están perdidos y la red de
albergues repartidos por todo el territorio mexicano y gestionada por
curas incansables, católicos en el sentido más filosófico y puro del
término, se encuentra a rebosar. Ya no quedan colchones en el suelo para
tantas almas que ante la imposibilidad de subirse a La Bestia deciden
caminar. Explorar nuevas rutas, tomar «combis» (pequeños autobuses) de
un retén migratorio a otro, bajarse, rodear ese retén de carretera
caminando a través de los cerros. Las bandas criminales, «los malos»,
los pandilleros, sacan partido. Los asaltan en mitad de esos montes, los
amenazan, llaman a sus familias en EE. UU. para pedir rescate
(«Queremos cinco mil dólares antes de mañana a las 7 de la mañana o si
no mataremos a tu hermano. ¿Quieres hablar con él? ¿Te quieres
despedir?». Y se despiden). Les roban, los matan. La paradoja de la
(in)justicia universal. Le pasó a Gonzalo, un guatemalteco de veintiséis
años que nos encontramos en el albergue de Ixtepec, Oaxaca. Acababa de
volver a caminar después de cinco meses postrado en una silla de ruedas y
tras pasar por tres operaciones de tobillo. A él y a su amigo de la
infancia, Wilson Morales, les «machetearon» hasta la muerte. Resucitaron
porque se hicieron los muertos dormidos y porque Wilson Morales sacó
fuerzas para ir a buscar ayuda. Dejó una zapatilla en un desvío del
camino para saber dónde había dejado desangrándose a Gonzalo. Para no
perderse cuando tuviese que volver. Ocho horas después, volvió, y lo
encontraron, vacío de sangre caliente. «La injusticia es lo que más
duele», explica Gonzalo mientras enseña, casi orgulloso, sus cicatrices.
«Cuando mi amigo llegó a La Ventosa y explicó lo que nos había pasado,
los de migración querían apresarlo a él por no llevar papeles».
En
Nogales, Sonora, en la frontera con EE. UU., suenan rancheras y
corridos de Gerardo Ortiz cantando al narco, y se comen tacos al pastor o
de cochinita pibil en la calle. Nada que ver con Nogales, Arizona, al
otro lado de la valla. El asfalto es distinto. No huele a carne de cerdo
adobada con achiote. En Arizona huele a carne que no es carne para
alimentar el consumo genético. En las calles de Nogales, Sonora, comen
los migrantes, los vecinos y los polleros (o coyotes), los encargados de
cruzar a los viajeros al otro lado. Es fácil. Les esperan en las
esquinas, se ofrecen, les cobran tres mil dólares por el pack completo:
habitación de espera en hotel, comida, «brinco» con escalera durante la
noche y travesía por el desierto hasta Phoenix. Morir en el intento no
va incluido en el precio. Sí la cuota que los polleros pagan al narco.
Entre mil y mil quinientos pesos mexicanos (entre sesenta y ocho y cien
dólares aproximadamente) por cada migrante que cruzan a través de su
territorio. Los que no tienen la plata deciden «ponerse la mochila».
Esto consiste en colgarse una mochila con veinte kilos de marihuana y
veinte de cocaína a la espalda y cruzar. La mochila la deben dejar en el
punto indicado por los narcotraficantes. La pérdida o arrepentimiento
significa «cuello». Muerte. Muchos de los polleros aseguran que hacen
esto porque con trabajar en una fábrica «no les da». «No tengo estudios y
con el tipo de trabajo que podría conseguir en Nogales no me da para
llegar a fin de mes, para mantener a mis dos hijos en la universidad. La
vida está muy cara», nos cuenta Raúl en una habitación de hotel como
las que ofrecen a sus migrantes. Es simpático. Con ética particular. El
mundo al revés. Ser pollero no es exótico en Nogales.
3En Altar, a
una hora de Nogales, el narco controla todo. Mucho más al forastero. Es
un pueblo controlado por la mafia y la ruta del migrante es la ruta de
la droga en este punto de la geografía mexicana. La plaza de Altar está
rodeada de tiendas con ropa y objetos de camuflaje: mochilas, camisetas,
sudaderas, cantimploras. Es el kit indispensable del migrante para
ocultarse mejor en el desierto. Para no ser descubiertos por la Border
Patrol estadounidense. Para evitar la deportación y el miedo. De Altar
salen diariamente entre dos y tres furgonetas hacia el Sásabe, situado a
98 km de este punto, en la línea de la frontera estadounidense,
cargadas de migrantes. Las vans están tuneadas para que quepan más
personas. A un monovolumen de siete plazas lo transforman en uno de
once. Y a uno de once en uno de dieciséis. Es cuestión de quitar y poner
asientos. De hacer Tetris. La carretera que une estos dos pueblos se
llama La Brecha y es intransitable. Tierra y agujeros en el camino,
casetas de control, pickups con cristales polarizados y matrícula
ininteligible. En el Sásabe los migrantes esperan su turno para «pegar
el brinco» metidos en casas abandonadas, custodiados por la mafia,
vestidos con traje militar de tienda de pueblo y con el miedo
imperturbable en el rostro.
Enfrentar una frontera de 3185 km es
quijotesco. Es ser un caballero errante en su lucha de molinos-gigantes
para encontrar fortuna. Es blandir una espada en el siglo XXI donde no
siempre gana el honor. Existen los juicios por combate y entonces la
victoria llega con el más fuerte y el asesino puede quedar libre. Pasa
lo mismo con las tierras salvajes del desierto de Arizona. Que no hay
reglas. Que no importan los vivos más que los muertos. Que nunca se sabe
qué dragón va a devorar la mochila de camuflaje cargada de tortillas de
maíz y promesas de futuro.
Escrito por Dracarys (seudónimo) y publicado en Jot Down